¿POR QUÉ NO PERDONAMOS?

Ahora, para comprender mejor la forma de aplicar el perdón en nuestra vida, echemos una ojeada a algunos de las razones por las cuales no perdonamos.
Una de esas razones es desde luego la inseguridad. Si usted o yo nos sentimos inseguros en nosotros mismos o en nuestra relación con Dios, buscaremos todas las oportunidades que po­damos para afirmarnos. El quedar sobre otros no perdonándolos puede proporcionar un falso sentido de seguridad.
Otra razón por la que no perdonamos es el rencor. En Efesios 4:30 y 32 se nos manda que no alberguemos resentimiento; sin embargo todos nosotros sabemos que se experimenta una es­pecie de placer haciéndolo.
Hace varios años hablé en Pomona, California, acerca de la revolución del amor. Después de mi charla se me acercó una mujer y me dijo:
—Señor McDowell, le agradezco de veras lo que ha compar­tido hoy; pero yo no quisiera tener por la gente esa clase de amor que usted tiene por mí.
Aquello realmente me afectó.
—¿Por qué no? —le pregunté.
—Pues ¡porque quiero sentir el placer de odiar a aquellos que me odian!
A algunas personas la amargura las motiva para toda la vida. Ciertos sucesos de los más famosos de la historia se per­petraron a causa del rencor. Una de las razones por las que no perdonamos es que gozamos albergando el "derecho al resen­timiento".
Otra frecuente razón por la que no otorgamos el perdón son los celos. El odio que el rey Saúl sentía por David tenía sus raíces en los celos, y por lo general no queremos perdonar a alguien que posea algo que creemos que deberíamos tener no­sotros. Cuando alguien vive más desahogado que nosotros, bá­sicamente decidimos que no merece nuestro perdón.
Otra de las razones principales por las que la gente no per­dona es en realidad el miedo. Cuando usted perdona a alguien, se hace a sí mismo vulnerable. Tal vez no perdone porque otra vez que lo hizo, escarmentó y tiene miedo de que vuelvan a herirlo. Aquí es donde interviene la salud de su imagen propia: hasta que usted no se vea como Dios lo ve —ni más ni menos—, no estará dispuesto a exponerse. Pero cuando se ofrece para sanar la relación, está actuando rectamente a los ojos de Dios, ya sea que el otro acepte o no su oferta.
También la autocompasión puede impedirnos perdonar. "He sufrido más heridas que nadie —decimos—, y sencillamente no puedo seguir perdonando." Sin embargo, Romanos 8:28 nos ase­gura que Dios hace que todas las cosas (incluso las malas) nos ayuden a bien; y al compadecernos a nosotros mismos estamos poniendo nuestro juicio por encima del dictamen de Dios. Lo que damos a entender en efecto es: "Dios, esta área no puede ayudar a bien, y tú eres impotente para hacer nada con ella".
Otra excusa frecuente para no perdonar es desplazar la culpa. Ese sentimiento de "yo estaba en mi derecho y tenía derecho a hacer lo que hice", ha impedido que innumerables personas experimentaran el perdón y ha destruido un sinfín de relaciones.
La simple y pura rabia contra una persona puede hacer que usted no perdone. A usted no le importaría que esa persona hiciera a otro lo que le ha hecho a usted; pero ¡cómo se atreve a hacérselo a usted! Efesios 4:26 nos dice: "No se ponga el sol sobre vuestro enojo." Y fíjese que se trata de un mandamiento y no meramente de una sugerencia.
Una respuesta más que impedirá el perdón es el orgullo. El orgullo dice: "No necesito esta relación, ni a esa persona".
Otra razón que hace que no perdonemos es no querer olvidar. Olvidar no supone sencillamente ser incapaces de recordar una situación, sino que, a mi modo de ver, significa pasar por alto o dejar a un lado determinado suceso, negándonos a permitir que las heridas del pasado nos obsesionen tanto que no podamos disfrutar de las alegrías del presente.
Si es usted un aficionado a los automóviles, piense en el olvidar como en no sacarle a algo todos los kilómetros que po­dría; o si se crió en una granja, como yo, en no extraer a una situación toda la leche que ésta tiene. Olvidar es no llevar un anotador de agravios, sino arrinconar dichos agravios y dejar que coleccionen polvo. Y cuando se presenta una situación se­mejante, echar un vistazo al estante y recordar lo que no debe usted hacer. A continuación vuelva a alejar el asunto de su mente. Olvidar significa no ser controlado ya más por las he­ridas y por el deseo de desquitarse.
Cuando estudio un tema, por lo general Dios aprovecha la ocasión para hacer oportunas correcciones a mi caminar con El. Mientras estudiaba el perdón, descubrí lo que hacía bien y lo que hacía mal, y Dios me animó en lo primero e hizo que re­conociera las áreas en las cuales necesitaba corrección.
Ahora, cuando surgen ciertas situaciones, puedo mirar al estante donde he puesto las heridas pasadas, aprender algo de ellas y decir: "Eso estuvo mal, pero Cristo murió por ello." Luego pongo de nuevo el asunto en el estante y ando por la fe, más capaz de afrontar heridas futuras; así es como Dios hace de mí una mejor persona.
Henry Ward Beecher explica que la frase: "Puedo perdonar pero no olvidar", es otra forma de decir: "No puedo perdonan"
Otra razón todavía por la que no podemos perdonar es la indignidad del ofensor; decidimos que esa persona no merece ser perdonada. Sin embargo la Biblia no nos ha dejado a usted o a mí la opción de emitir ese juicio; simplemente dice: "¡Per­dona!", eso es todo. ¿Qué hizo usted para merecer el perdón de Cristo?
Una razón clásica más para no otorgar el perdón, es la ofensa repetida: "Ya te he perdonado cinco veces, y no pienso hacerlo de nuevo. Si te perdono volverás a las andadas; y eso deprecia todo el asunto." Yo personalmente he sentido esto hacia un her­mano, y he pensado que dicho hermano necesitaba aprender una lección antes de que lo perdonara otra vez. Sin embargo, al perdonar generosamente de continuo, resaltamos el perdón ilimitado que Dios nos ofrece por medio de Cristo. Pero saber que El nos perdona, no implica que pequemos voluntariamente, sino simplemente que cuando fallamos, Dios nos perdona y vuelve a recibirnos sin reservas.
En tiempos de Cristo, el consenso entre los rabinos era que se debía perdonar a alguien cuatro veces y no más. Algunos de los maestros más generosos quizá fueran hasta siete veces; pero esa se consideraba una postura radical. ¿Puede entonces ima­ginarse usted la escena en que Pedro le pregunta a Jesús con qué frecuencia debe perdonar a su hermano? El esperaba real mente impresionar al Señor con su espiritualidad y disposición a perdonar adoptando una actitud religiosa fuera de lo corriente y sugiriendo: "¿Hasta siete veces?"
Uno casi puede imaginarse a Pedro lleno de orgullo y con una sonrisa de satisfacción en el rostro, a la espera de que Jesús le diese unas palmaditas en la espalda y le dijera: "Oh, no, Pedro. Aprecio de veras tu profundidad espiritual, ¡pero dos o tres veces es más que suficiente!"
Sin embargo, en vez de ello, Jesús se vuelve hacia él y le declara: "No te digo siete, sino hasta setenta veces siete", ¿Puede usted ahora escuchar a Pedro mientras contesta bal­buceante: "Señor, ¿quieres repetirme eso por favor? ¿Has dicho cuatrocientas noventa veces?" A Jesús no le interesa el número, sino una actitud perdonadora y un deseo ilimitado de sanar relaciones. Esto va en contra de todo lo que enseña el mundo, y nos niega la opción de exigir nuestros derechos después de dos o tres agravios. Nuestra reacción natural es perder la es­peranza con alguien después de unos pocos intentos. Sin em­bargo debemos extendernos hacia otros en perdón por la fe, aun cuando no queremos hacerlo.
La revancha es algunas veces el motivo por el cual no que­remos perdonar; simplemente deseamos ver fracasar al otro en un proyecto o una relación importante. Queremos causar a esa vida un sufrimiento igual o mayor al que esa persona nos ha producido a nosotros. Pero la Biblia manda: "No paguéis a nadie mal por mal; procurad lo bueno delante de todos los hombres. Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres" (Romanos 12:17, 18). Y en Hebreos 10:30, Dios dice: "Mía es la venganza, yo daré el pago."

Tomado de "El secreto de amar y de ser amado" de Josh Mc Dowell

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